En los días que corren es ya un penoso lugar común aludir
a la inseguridad pública en que se vive. Los medios masivos de comunicación,
pese al rígido control oficial al que están sujetos, no pueden evitar las
noticias delictivas que se suceden periódicamente y desbordan los cauces
habituales. Delitos cuya perversión y crueldad no reconocen mayores
antecedentes locales, y cuya frecuencia, modalidad y autoría hablan a las
claras de una degeneración creciente y de una impunidad alarmante. Sin
necesidad de abundar en detalles, cualquier observador advierte que la
situación es virtualmente inédita y que nunca como ahora la corrupción y el
vicio campearon tan libremente, sin límites ni frenos. Las consecuencias han
empezado a sentirse no sólo en el estado de acobardamiento de la población,
consciente de que puede ser víctima de los peores atropellos con escaso o
ningún margen de defensa, sino también en la vulnerabilidad de las fuerzas del
orden, las cuales, siendo el blanco predilecto de las agresiones, están inmovilizadas
moral y jurídicamente por la malhadada ética oficial de la no represión. Las
cosas están torcidas de tal modo que lo único reprimido es la legitimidad de
reprimir. Las garantías privilegian a los victimarios, el repertorio de
derechos a los culpables, y la sanción social —alimentada por los mass media—
se dirige contra cualquier hombre de las fuerzas de seguridad que apele a la
razonable metodología de la pólvora. La inhibición policial es cada vez más
notoria, y si sus cuadros son sobrepasados por los maleantes no es tanto por la
superioridad que da la sorpresa y la imprevisibilidad de los ataques, sino por
la parálisis espiritual y el desgano vocacional de las instituciones armadas,
objeto de cuantas calumnias y desprestigios se han lanzado a rodar
deliberadamente. Se registra en ellas una tácita aunque generalizada sensación
de nadar contracorriente, en una sociedad que pasa cada vez más indiferente y
comprensiva ante los exponentes de todas las mugres y lacras, pero que está
pronta a zaherir, a enjuiciar o a insolentarse contra quienes representan el
cuidado del orden. Si por acaso de las circunstancias, los malvivientes llegan
a prisión, salen a poco de ingresar, amparados en un laberinto de disposiciones
absurdas o en la misma indigencia en que se encuentran las estructuras
castrenses. Y en rigor, la detención tampoco ofrecería un control definitivo,
habida cuenta del récord de amotinamientos y fugas, cuando no de la supresión o
acortamiento de penas. La indefensión, en suma, se ha hecho norma y hábito; La
intranquilidad en el desorden la mejor prueba de que la mentada paz ni existe
ni es posible en el caos. La injusticia general es el resultado.
LA CULPABILIDAD DEL RÉGIMEN
No pudiendo tapar la realidad, los personajes del
oficialismo han balbuceado explicaciones. Ninguna de ellas convincente, por
cierto, y contradictorias casi siempre, terminan apelando a la logomaquia y la
vanilocuencia en la que son peritos consumados. Muchas de sus declaraciones
moverían a risa si mientras ellas ocurren no estuviera muriendo alguno, atacado
a mansalva en cualquier tren o en algún recodo de su camino habitual. Las
explicaciones del Régimen buscan salvar su responsabilidad, minimizar los males
y diferir los deberes y los cargos. Pero la verdad es que agotada la
argumentación de la “mano de obra desocupada” u otras similares, el patoterismo
no se perfila como resabio de ningún autoritarismo sino como asomo del
recuperado estado de derecho. La delincuencia es el otro nombre de la
democracia. Se dirá que tales males existían ya en tiempo del Proceso. La
verdad es que como aparecen hoy no los vimos con anterioridad aún con gobiernos
civiles. Pero valga recordar que aquel período procesalista no solo no fue la
negación de la democracia sino que constituyó la antesala de su funcionamiento
“moderno, eficiente y estable”. Fue su objetivo declamado y buscado, como esto
es su continuidad lógica acentuada. Proceso y Alfonsinismo no sólo se
encuentran en Rockefeller sino también en la intangibilidad de un Timerman y en
la preservación de las causas y los agentes de la subversión cultural.(2)
Entre tanto, los ideólogos que nos decían que los males
de la libertad se curan con más libertad, deberán reconocer que la dosis no fue
precisamente curativa. Los que auspiciaban una alborada de sosiego después de
la “dictadura”, convendrán que ya son muchos los que recuerdan que otrora, al
menos, cada uno bajaba del ferrocarril voluntariamente. Los que insisten en
señalar estos sucesos como remanentes del pasado golpista, tendrán que aceptar
la insuficiencia del actual sistema para acabar con ellos, y sobre todo, con
los golpes en la acepción literal del término. Los que inoportunamente insistan
en alegar que tales sucesos son nuevos, serán acusados de conspiradores, o bien
castigados con la pena de regresar solos a sus domicilios después de las 22
horas; y los que disculpan todo alegremente como alborotos propios de la
restablecida civilidad, hallarán que los numerosos damnificados de tales
repúblicos alborotos, no pudieron preservarse de las heridas con ningún gorro
frigio, Los otros, que como parte del camino de reconciliación nos predicaban
que “no se puede ceder en la defensa de la libertad aún con los peligros que
ello encierra” porque “la soberanía de una nación es según la medida de la
libertad de sus ciudadanos”, tendrán que instruirnos con prontitud con alguna
Pastoral del Andén para que aprendamos a sobrellevar píamente los peligros y
los riesgos en aras de la estabilidad constitucional.
Pero no hay más explicación que la ya dada en tantas
ocasiones desde estas mismas páginas: esto es la democracia; esto es su
funcionamiento y su plenitud, no su patología o sus debilidades. Esto es el
resultado del permisivismo y del hedonismo propuestos como estilo de vida, de
la liberación declamada, del desenfreno consentido, de la impudicia ostentada,
de la blasfemia difundida, de la irreligiosidad elevada al rango de los valores
normativos, del pedagogismo muchachista, del culto irresponsable por lo
horrible, por el todo vale, por la demencia como éxtasis, la iracundia como
catarsis y la promiscuidad como conducta. Esto es el resultado de la
pornografía tolerada, de la aquiescencia para con tantas repugnancias, de la
homologación de los invertidos con los hombres de bien, del anarquismo acertado
cual opción y costumbre, de la basura rockera impuesta como folklore nacional
con su carga explícita de virulencia endiablada y obscena. Eso es el resultado
de la vista gorda y de la manga ancha ante tanto asco público y notorio; de
tanta venia a la marginalidad y a las modas desquiciantes, de tanto elogio
“maduro” a la eliminación de la censura cinematográfica como el que
editorializó “La Nación” del 25 de enero en su balance de la gestión Gorostiza,
tal vez por no haber releído las importantes declaraciones que le publicara
trece días antes a María Elena de las Carreras, quien renunció a su puesto en
la Comisión Asesora de Exhibiciones Cinematográficas denunciando entre otras
verdades “el mal que le está haciendo a la minoridad la permisividad actual”.
Más todo esto que señalamos es, obviamente, el resultado
de que gobiernen los abogados de la guerrilla, los colocadores profesionales de
bombas, los cancilleres de la pederastía, los defensores del destape, los
agentes de los organismos marxistas, los turiferarios de la contracultura, los
novelistas de baratijas y ruindades, los promotores de la revuelta estudiantil,
los periodistas, cantautores y actorzuelos de la decadencia, los que han
“seducido a la hija de un portero” o invertido la Cruz sacrílegamente, los
artífices de la rebelión de la nada y los desvergonzados hacedores de
papelones. Gobierno de los peores no puede generar virtudes cívicas. La
oclocracia repele la aristocracia como a su opuesto irreconciliable.
“SATÁN AL PODER”
Esos jóvenes que asaltan, saquean y violan, esos menores
que drogados y alucinados cometen cobardemente las peores tropelías, esas
barras depredadoras y asesinas, responden al criterio del ¿por qué no? que bien
señalaba Gambra como síntoma de la insensatez moderna. ¿Por qué no he de hacer,
decir, pensar, experimentar y desear lo que me plazca?, ¿por qué no he de
realizar para mi gusto, satisfacción, deleite, pesadilla o capricho lo que se
me de la gana?, ¿por qué no he de inventar infinitos por qué no, hechos a mi
medida y arbitrariedad?, ¿por qué no, si lo único prohibido es prohibir?, como
repiten sin saber que desnudan así su esclavitud a las pasiones. Pero este ¿por
qué no? es la premisa y el banderín de la democracia. Los derechos del YO, el
imperativo categórico, la autosuficiencia del juicio individual, la razón del
éxito y del número, el antropocentrismo, el no estar obligados a nada, el
“laissez faire, laissez passer”, la bondad natural, y el no tener que rendirle
cuentas a nadie después de la muerte. Si el ¿por qué no? del liberalismo
todavía conservó ciertas fronteras para asegurar su supervivencia, el de la
socialdemocracia ya no puede hacerlo, entrampada como está en su dialéctica de
la apariencia sin ser y en el afán de profundizar la Revolución Permanente. Por
eso resulta estúpido que se quiera combatir tanto daño pidiendo documentos a
los “sospechosos” en la vía pública. Es como atacar al Partido Comunista y
programar un viaje a la Unión Soviética… o como haber llamado imberbes en Plaza
de Mayo a quienes se entronizaba con pilosidades y todo en los despachos
oficiales. La Revolución se come a sus propios hijos, y un día el ¿por qué no?
se lo preguntarán frente a los cadáveres de quienes les enseñaron el fatídico
interrogante.
La historia de la marginalidad y la delincuencia juvenil,
es la historia de aquellos países que nos han precedido en la consumación de la
socialdemocracia. Hipsters, beatniks, blouson noirs, teen-agers, outsiders,
rockers, teppisti, black rumblers, halbstarken o como quiera que se los haya
llamado, revelan una idéntica situación de putrefacción y prostitución del
Orden Natural en la Ciudad. Aquí y ahora, no termina de acostumbrarnos. Mañana
serán parte del paisaje, sus aberraciones seguirán en aumento y como en
aquellas pobres naciones apóstatas degeneradas material, espiritual y hasta
racialmente, aparecerán los teóricos del pluralismo que legitimen su existencia
y su fisonomía porque estamos en democracia. El programa del envilecimiento
argentino ha logrado instalarse en los meandros mismos de la sociedad y de sus
gobernantes. Los planificadores del resentimiento y del nihilismo saben bien lo
que hacen, y el mercado de miserabilidades les deja además buenos dividendos.
Hace unos días, en la última semana de enero, los
periódicos narraban como uno de los tantísimos ataques patoteros se había
consumado tres veces consecutivas al grito enajenado y terrible de ¡Satán al
poder! Lastimaron seriamente a hombres humildes, en horarios normales, sin
robarles nada, por el solo afán de agredir. Sus vestimentas, apodos y poses
reiteraban —con esa uniformidad que dicen detestar pero en la que caen
maniáticamente— las del mundillo de los punks con todo su vaho canallesco y
bastardo. No son emergentes de la represión sino de los defectos de la misma.
No son hijos de la censura sino de su ausencia. No son efectos del “país jardín
de infantes” sino de la república prostibularia de los festivales de rocks, de
los comités y de las pintadas insultantes en los templos.
Pero aún siendo coherentes con sus gritos arrebatados,
ignoran esos infelices que no necesitan postular la candidatura de Satán. Hace
rato que se enseñorea sobre esta tierra y la destruye. Hasta que en el nombre
de Dios y de la Patria, por nuestros padres y por nuestros hijos, nos decidamos
a forjar con sangre ese “paraíso difícil, vertical, implacable”, que “tenga
junto a las jambas de la puerta, ángeles con espadas”.
Antonio Caponnetto El Blog de Cabildo
Notas:
El siguiente artículo fue publicado en “Cabildo” Nº 97,
Segunda Época, Año X, perteneciente al mes de febrero de 1986. Algunos párrafos
fueron transcriptos con anterioridad en este Blog; ahora lo posteamos completo.
(2) Hemos escrito muchas veces en aquellos años alertando
y denunciando la subversión cultural y moral, así como sobre las consecuencias
que acarrearía su continuidad y radicalización. Recordamos, por la particular
inquietud que nos causó su lectura, un comentario bibliográfico a un libro de Ernesto
Cadena en el que indicábamos la amenaza de esta violencia marginal de los
“punks” y otras modas underground (cfr. “Cabildo”, Segunda Época, julio de
1980, Año V, Nº 35, pág. 33). No fue la única vez y, como es de rigor, el
Nacionalismo abundó en anticipaciones que quienes debieron escuchar no
escucharon. Valga recordar también que en 1979, Enrique Díaz Araujo publicó su
valioso trabajo “La Rebelión de los Adolescentes”, cuyo contenido alcanza hoy
un alto tono realista y prefigurador de los males que vivimos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario