Por avanzada que esté la guerra semántica, disolviendo y
tergiversando el valioso patrimonio de los significados esenciales, todavía
nuestra lengua permite llamar degenerada a la persona de condición mental y
moral anormal o depravada, a la que suelen acompañar por lo común algunos
peculiares estigmas físicos.
A la vista de lo que dice y obra la presidenta; y más aún,
de cómo ejecuta sus decires y obrares, no encontramos ya un término más
calibrado que el que acabamos de proferir para diagnosticar el mal que la
envuelve.
La verborragia compulsiva y mendaz se le ha vuelto hábito;
el exhibicionismo de su talante mandón, rodeada de obsecuentes, lo tiene como
rutina; las prácticas del rencor ostensible y de las venganzas personales son
cada vez más reiteradas; el cinismo de su logomaquia, la crueldad con sus
adversarios, el destrato con sus sirvientes o el monotematismo de sus
autoreferenciales elogios, constituyen su fisonomía ordinaria. Ha perdido
completamente el sentido del ridículo, y casi hasta el del decoro. Las
alteraciones intempestivas del humor la acompañan de manera visible,
constituyendo el penoso caso clínico que la psiquiatría suele denominar
trastornos del afecto. Maníaca y furiosa, victimaria y victimizada a la vez,
llorosa y riente, melodramática y chacotera de baja estofa, incurre de continuo
en lo que los lógicos llaman falacias y los sufridos psicólogos fuga de ideas,
propia de los pacientes con furores y tirrias desbordados. Confundiendo lo
privado con lo público y lo partidocrático con lo estatal, resulta cada vez más
el monigote que la remeda televisivamente, que ella misma. Y para que el cuadro
degenerativo sea completo, el propio esquema corporal —que tanto dice cuidar—
ha comenzado a dar señales inevitables del morbo que la domina y aturde. De
resultas, y a fuer de zafiedad cuanto de ausencia absoluta de toda gravitas, su
figura se aleja más de la propia de una señora, para recordar la faccia bruta
de su difunto esposo.
Ejemplos de políticas degeneraciones se acumulan a granel.
¿Cómo no habría de llamarse de este modo al uso de las oficinas recaudadoras
estatales para castigar a quienes testimonian el descalabro; o la grotesca
operación destituyente de ese infeliz felpudo que gobierna la provincia de
Buenos Aires; o la convalidación del torvo clan sionista que desfalca Tucumán;
o la amenaza con la prisión a aquellos sindicalistas que hasta ayer les llenaron
las urnas de papeletas roñosas, y que de ser culpables deberían compartir
juntos las mismas rejas; o el recurso a los matones morenianos para disciplinar
las operaciones comerciales; o las escandalosas conductas de jueces
prostibularios y sodomitas que fallan a favor del gobierno; o la manipulación
de la cadena nacional para felicitar a una quinceañera maleducada, desautorizar
públicamente a la directora de su colegio o zaherir a un abuelo, cual si fuera
el enemigo del pueblo, por comprar un puñado insignificante de dólares?
Pero un caso singularmente significativo probará la
naturaleza cabal de la degeneración que protestamos. Un día de la primera
semana de julio, Cristina recibió gozosa y exultante a un haz de personajes
prostibularios, a quienes en virtud de las recientes leyes por ella impulsadas
se les concedió la nueva “identidad” sexual, elegida caprichosamente acorde con
sus desvíos contra natura. La degenerada dejó explícitamente en claro la
felicidad que tal acto le causaba, prodigándose en ternezas para con aquellos
seres tenebrosos, tenidos ahora por paradigmas. Al día siguiente, empero, con
ocasión de recibir a Monseñor Oscar Ojea, completó el gesto ultrajante del Plan
Divino. Conversando con el prelado llamó
“hermosísimo acto por la igualdad” al que había festejado el día anterior con
aquellos mutantes aborrecibles; se atrevió a asegurar la conformidad de Dios
ante tamaño pecado, y en el colmo del meditado desquicio le dijo al obispo:
“menos mal que no estuvo ayer, si no me excomulgaba”.
Prescindiendo ahora del repudio que deban merecernos estos
pastores cobardes, temblorosos ante la tiranía, cómplices por debilidad y
omisión de sus graves desmanes, e incapaces de bajar el báculo punitivo contra
las testas de los infames, la frase cristínica revela cuánta y cuán clara
conciencia tiene del castigo eclesiástico que le correspondería por profanar
sistemáticamente el Decálogo, combatiendo con odio y a sabiendas contra el
Orden Natural y el Sobrenatural. Prueba inequívoca de que no hay atenuantes en
su perfidia, sino el agravante infausto de quien actúa con pleno conocimiento
de que se está apartando voluntariamente de la Barca, burlándose del timor
Domini y desafiando la merecida excomunión. La sordidez de esta política
anticatólica llegaba así a su vértice más repugnante y atroz.
Seguiremos en batalla contra la despótica degenerada y su
séquito, sin importarnos la desproporción de fuerzas. Porque hay algo que nos
amedrenta muchísimo más que las consecuencias que puedan seguirse de esta
posición irreductible y frontal, y es el acostumbrarnos a tener por patria un
cubil.
Opongamos a los degenerados el antídoto valiente y efectivo
de la regeneración. “No sacrificaré”, decían escueta y enérgicamente los
primeros mártires, cuando eran obligados bajo tormentos a rendir culto a las
falsas deidades.
No ceses en tal empeño, compatriota. No sacrifiques en el
altar de estos protervos. No claudiques ni te fatigues en la marcha. La Cruz y
la Bandera son tus báculos firmes, y si el horizonte que pisas es la tierra
agrietada, el norte sigue siendo el Cielo que no sabe de fisuras, intacto en su
lumínica grandeza. Hazte de plata y espejea el oro que se da en las alturas, y
verdaderamente serás un argentino.
Antonio Caponnetto
Revista Cabildo
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