“La
tierra produce lo suficiente como para satisfacer las necesidades de todos;
pero no tanto como para aplacar la codicia de cada individuo. “Mahatma
Gandhi
Si
prestamos tan solo un poco de atención a las cosas que suceden en el mundo, por
poco que miremos nos toparemos casi inmediatamente con el absurdo. La
insensatez se ha apoderado de tal modo de amplias esferas de nuestra
civilización que hasta no resultaría exagerado decir que Occidente ya no es.
Simplemente está. No es, porque se encuentra a años luz de lo que podría haber
sido considerando su larga Historia y su trayectoria. Y simplemente está,
porque se mantiene fagocitando lo que fue y lo que tiene, hipotecando su futuro
con tales magnitudes de riesgo que hasta su supervivencia como conjunto
etnocultural puede ponerse en duda.
En
cuanto a los recursos de los que disponemos, los seres humanos que vivimos
sobre este planeta deberíamos tener en claro al menos una cosa: no todo aquello
que tenemos se debe a nuestro trabajo, a nuestro ingenio y a nuestro esfuerzo.
Muchas de las cosas de las que dependemos nos han sido dadas. No fabricamos el
aire que respiramos, no producimos el petróleo que extraemos de las profundidades
de la tierra, no generamos esa fuerza misteriosa que hace germinar a las
semillas, no tenemos ningún poder sobre el sol alrededor del cual gira el
planeta así como tampoco sobre la trayectoria de ese planeta que hace que
tengamos inviernos y veranos, otoños y primaveras. Ni siquiera podemos evitar
que llueva y que se produzcan inundaciones; o que no lo haga y ocurran
devastadoras sequías.
Además,
no todo lo que existe es reemplazable por lo que nosotros mismos hacemos.
Varias de las cosas que procesamos simplemente las consumimos sin poderlas
reemplazar. A otras cosas a veces las consumimos a una velocidad mayor de lo
que la naturaleza puede renovarlas. Y también ensuciamos lo que después no
podemos limpiar. En muchos aspectos estamos destruyendo, consumiendo,
ensuciando, lo que nos sostiene; aquello que es la precondición necesaria para
nuestra propia existencia; aquello sin lo cual nuestra vida sería imposible y
terminaría hasta careciendo de sentido – como todo lo imposible.
El
mundo, el universo, nos ha sido dado. La vida misma nos es dada. Es algo que
hemos recibido; no es algo que hayamos hecho nosotros mismos. Y necesitamos
todo ello para ser, para existir, para vivir. Nuestra existencia terrenal es
posible solamente en tanto y en cuanto sepamos cuidar y administrar eso que nos
ha sido dado.
Desgraciadamente,
la modernidad occidental ha venido haciendo exactamente lo contrario. Y el
absurdo está en que a esta tendencia básicamente suicida se la llame
"Progreso"; así, con mayúscula. Porque mientras los bienes materiales
y los servicios se multiplican y crecen cuantitativamente a velocidades
pasmosas, el mundo real de las sociedades occidentales avanza hacia una cada
vez menos disimulable decadencia. La sociedad postmoderna occidental se violenta
a sí misma por partida doble: agrede y tiende a destruir su hábitat natural
externo – es decir: su medioambiente – al mismo tiempo en que también tiende a
destruir su hábitat interno – es decir: su propia cultura.
Lo
gracioso es que los economistas y buena parte de los intelectuales a este
proceso lo llaman "crecimiento" y "desarrollo". Obnubilados
por la producción de cantidades cada vez mayores de bienes y servicios, que a
su vez generan por supuesto ganancias financieras cada vez mayores, estos teóricos
pasan por alto el enorme precio que estamos pagando con la depredación de los
recursos y la devastación de la cultura. Y lo absurdo es que sigamos llamando
"capitalismo" a un sistema de producción cuya enorme cantidad de
productos se logra al precio de destruir, tanto nuestro capital natural de
recursos no renovables, como el capital cultural de los logros morales,
intelectuales y espirituales que hemos creado con el fin de organizar
sociedades armónicas y estables en las que sea posible una vida humana más
plena y satisfactoria. Pero el colmo de lo absurdo es que hagamos todo esto
reivindicando la "Ilustración" y el iluminismo enciclopédico del
"Siglo de las Luces" cuando para cualquier ser humano medianamente
pensante se ha hecho evidente que el proceso histórico iniciado allá por el
Siglo XVIII nos ha conducido a una declinación de valores esenciales pocas
veces vista en Occidente.
Considerando
todo lo anterior uno podría pensar que nuestros principales políticos deberían
dedicarse seriamente al análisis de la situación planteada. Lamentablemente no
es así. Hace unas semanas atrás, entre el 20 y el 22 de junio de 2012 tuvo
lugar en Río de Janeiro la Conferencia de Naciones Unidas sobre Desarrollo
Sustentable, bautizada como "Cumbre de la Tierra Río+20", veinte años
después de la primera cumbre histórica de Río de Janeiro en 1992 y diez años
después de la de Johannesburgo en 2002. Por desgracia, quedó confirmado lo que
sospechábamos todos los que de una forma u otra seguimos con cierta atención
las cuestiones relativas al riesgo ambiental: la conferencia terminó con un
rotundo fracaso. Más allá de grandes declaraciones de principios y de buenas
intenciones, lo logrado de manera efectiva es prácticamente nulo. Algo a lo
cual, sin duda alguna, contribuyeron los principales países industriales como
los Estados Unidos, Inglaterra y Alemania al sabotear encuentro con las
notorias ausencias de Barack Obama, David Cameron y Angela Mekel quienes
solamente enviaron sus representantes. [1].
La
Cumbre de Río de Janeiro volvió a confirmar – una vez más – dos cosas que ya
sabíamos: A)- Que nuestros principales dirigentes políticos reconocen al menos
la existencia del problema y B)- Que no tienen ni el poder ni los medios para
solucionarlo.
Encima
de ello, también carecemos de un planteo racional y viable que haga posible un
diálogo positivo orientado a la implementación de medidas concretas realmente
factibles. Por un lado, el debate sobre
la cuestión ecológica está en manos de "ecologistas" cuyo interés
fundamental es ponerle palos en la rueda a las empresas capitalistas siendo que
su objetivo real es más un sabotaje político y mediático contra el capitalismo
que una acción coherente en materia de ecología. Por el otro lado, el debate se
arrastra entre políticos que no consiguen pasar de una declamación más o menos
elegante de buenos deseos sin casi ningún resultado concreto apreciable.
Tenemos así dos debates perfectamente estériles: el uno impulsado por
activistas políticos muchas veces completamente ignorantes de las serias
cuestiones industriales involucradas, y el otro, desarrollado entre políticos
que, a los efectos concretos, no saben ni pueden hacer más que relativamente
bienintencionados comentarios al respecto. Los resultados están a la vista: ni
los activistas de la Asamblea Ambiental de Gualeguaychú han conseguido en la
Argentina su verdadero propósito de cerrar y eliminar la pastera Botnia
instalada del lado uruguayo, ni tampoco la Conferencia de Río ha conseguido un
acuerdo sobre medidas serias y prácticas.
Mientras
los activistas ecologistas son rehenes de una ideología completamente carente
de propuestas económica y socialmente viables de producción alternativa para
cubrir las necesidades de una población mundial de 7.000 millones de
habitantes, los políticos de las democracias occidentales son simplemente
rehenes de la plutocracia financiera internacional que financia sus campañas y
sus privilegios. Somos rehenes de una estructura financiera global que
determina en lo esencial todos nuestros procesos de producción principales y le
impone a la cuestión ecológica un falso marco de conceptualización al aplicar
una batería de conceptos igualmente falsos.
Es
simplemente absurdo aceptar el concepto políticamente correcto del
"desarrollo sustentable" como bello ideal con proyección futura
mientras, por otra parte, la construcción de ese supuesto ideal futuro implica
necesariamente la in-sustentabilidad como característica operativa real. En un
marco así, cualquier intención, por más noble y bienintencionada que sea, estará
irremisiblemente condenada al fracaso mientras no consiga romper el poder de la
plutocracia y el interés que la hegemonía financiera tiene en la
in-sustentabilidad.
Y la
solución al dilema no es tan sencilla como lo presupone el romanticismo
infantil de la mayoría de los ecologistas. Con reducir drásticamente el consumo
de las sociedades industrializadas el problema subsistiría si, como
abiertamente lo proponen estos mismos activistas, incorporáramos como
consumidores – aun a niveles
individuales de consumo menores – a los millones de seres humanos que
actualmente vegetan en la periferia del sistema. Porque producir para 7.000
millones de habitantes en lugar de hacerlo para algunos millones privilegiados
no implicaría una estructura industrial y de servicios menor que la que tenemos
en la actualidad. Y, por el otro lado, si eliminamos la tecnología productiva
actual y retrocedemos a estructuras y procesos más artesanales, nos resultaría
completamente imposible satisfacer a niveles aceptables el consumo básico de
7.000 millones de seres humanos.
En
otras palabras, el dilema tal como está planteado por el marco conceptual
vigente es: o bien reducimos el consumo del primer mundo pero mantenemos la
marginalidad de casi dos tercios de la población mundial ; o bien incorporamos
a los marginados pero, en ese caso, no solo tendríamos que mantener sino muy
probablemente incluso expandir nuestra estructura productora de bienes y
servicios. En el primer caso habríamos reducido el impacto ambiental al precio
de mantener la marginalidad mientras que, en el segundo caso, eliminaríamos la
marginalidad pero mantendríamos – y probablemente hasta aumentaríamos – el
impacto ambiental. Ni hablemos del hecho que, con robótica y automación
electrónicamente controlada para mantener niveles altos de eficacia y
eficiencia, seguiría sin resolver el otro problema grave que tenemos que es el
de la desocupación laboral.
Naturalmente,
planteado en estos términos, el problema es insoluble.
Por
desgracia, la verdadera solución tampoco es simple.
Por
de pronto, una de las primeras cosas que podríamos hacer es aumentar
drásticamente nuestras capacidades de reciclaje y mejorar nuestras tecnologías
de reciclado. Mientras más y mejor reciclemos (por ejemplo los materiales
plásticos) menos presión extractora ejerceremos sobre el medio ambiente y los
recursos no renovables. Con todo, hay que saber que el
reciclado
tiene sus bastante estrechos límites. El papel, por ejemplo, admite un número
muy limitado de reciclados ya que con cada proceso se produce la ruptura de las
fibras y al final solo sirve para obtener papel tisú. Además de ello, la
selección del material a reciclar es toda una cuestión en sí misma. Siguiendo
con el ejemplo del papel, en la basura no basta con separar el papel de los demás
materiales. Para reducir los costos de reciclado habría que separar además el
papel blanco del de color y apartar por otro lado todos los papeles cubiertos
con otros materiales y los encerados o engomados. El reciclado de los
materiales plásticos presenta dificultades similares.
Otra
línea de ataque al problema podría consistir en revisar nuestra política de
durabilidad de los productos. Por ejemplo, los productos hogareños,
(lavarropas, heladeras, licuadoras, aspiradoras, etc. etc.) en su enorme
mayoría están actualmente fabricados con una "obsolescencia
programada" de unos 5 años en promedio, dependiendo del fabricante y de
las condiciones de uso. En otras palabras: los electrodomésticos están
diseñados para durar unos 5 años aproximadamente suponiendo un uso
"normal". Pasado ese lapso de tiempo, la reparación comienza a no
justificarse considerando el costo de un aparato nuevo. Aumentando la
durabilidad de los productos (por supuesto que no solo de los
electrodomésticos) reduciríamos tanto el desecho como la necesidad de una
constante reposición por productos nuevos; y si a esto le sumáramos una menor
publicidad instigadora de un consumo compulsivo idólatra del "último
modelo", se necesitarían volúmenes de producción sensiblemente menores
para cubrir las mismas necesidades.
Una
tercera vía de aproximación sería el establecimiento de un sistema de premios y
castigos orientado a fomentar el cuidado ambiental. En esto, hay algo que no
puede ser soslayado: industrias que no contaminan tienen costos de producción
mayores que las que sí lo hacen. Contaminar, por regla general, abarata el
producto ya que, por ejemplo, siempre será mucho más barato tirar sencillamente
los efluentes al río que instalar, mantener y operar una compleja planta de
procesamiento de efluentes. Para esto, los activistas ecologistas suelen tener
una respuesta pueril: que las empresas se conformen con ganar menos y gasten
más en cuidar el medioambiente. Sugerencia muy loable, por cierto, pero que no
tiene en cuenta en absoluto el comportamiento natural de los seres humanos que
no se dedican a la actividad económica ni por puro altruismo ni por afán de
hacer beneficencia.
Será
todo lo lamentable que se quiera pero desde la época de los fenicios el que se
dedica a una actividad económica pretende que la misma sea rentable y, si no
hemos podido cambiar esa actitud humana en 3.200 años pocas esperanzas quedan
de que lo consigamos en los próximos 50 o 100. En esto, como en tantas otras
cosas, somos hijos del rigor. En la actualidad la contaminación está (en
algunos países) penada con multas, con lo que las empresas en muchos casos
simplemente pagan la multa que les permite seguir contaminando siendo que este
costo es mucho menor que lo que les costaría no contaminar. Los políticos, por
supuesto, tampoco son del todo inocentes en esto ya que, con frecuencia, las
multas se "negocian" o hasta se "comparten" y, en todo
caso, el sistema opera con castigos previstos – al menos nominalmente – para los que contaminan pero ningún premio
real para quienes no lo hacen.
La
alternativa es poco menos que obvia: ¿por qué no hacerlo a la inversa?
Supongamos tan solo por un momento que premiamos – por ejemplo – con menor
carga impositiva y con mayores facilidades de crédito a quienes no contaminan y
recargamos los impuestos y endurecemos los créditos a quienes pretenden seguir
contaminando. Eso reduciría los costos de los primeros y aumentaría los de los
segundos. Con una estrategia de ingeniería financiera bien diseñada se podría
tender a lograr que los productos fabricados por procesos no-contaminantes sean
incluso más económicos que los fabricados con contaminación. Hasta que eso no
se haga, lamentablemente poca colaboración se puede esperar del mundo
empresario.
Especialmente
cuando, en última instancia, este mundo empresario no es sino el brazo ejecutor
de las estrategias diseñadas por los inversores y accionistas del poder
financiero global para satisfacer las exigencias de una codicia y de una usura
que no reconoce límites.
Porque
– y esto también debe ser dicho – el problema no está tanto en las empresas en
sí sino en la plutocracia internacional que les exige ganancias, y cada vez
mayores ganancias, a toda costa y sin importar las consecuencias.
Va
de suyo que las breves alternativas apenas apuntadas más arriba no resolverían
la totalidad del complejo problema ambiental. Un verdadero Plan Estratégico a
tal efecto requeriría, por supuesto, una extensión considerablemente mayor y un
desarrollo técnico que, incluso, debería abarcar más de una disciplina, mucho
más allá de un mero análisis de riesgo.
Pero,
en todo caso, un criterio práctico como el que inspira esas sugerencias
produciría resultados al menos un poco más positivos que un corte de ruta, o
una Conferencia en la que se reúnen personas que saben que el problema existe
pero que no tienen ni idea de cómo hacer para resolverlo.
Notas: 1 )- Cf. http://sociedad.elpais.com/sociedad/2012/06/19/actualidad/1340127312_162340.html
(Consultado el 14/07/2012)
Por Denes Martos
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