Esta magistral editorial escrita por el profesor Antonio Caponnetto pertenece a la Revista Cabildo, tercera época, Año II, Nº 14, de marzo de 2001.
Que tristeza, nada ha cambiado....
Andan excitadas las izquierdas
con ocasión del cuarto de siglo del desdeñable Proceso. Y en las calenturas de
seseras o de trasterías, que no caben aquí mayores distingos, sólo atinan —como
el marrano en la porqueriza— a hozar la tierra confundiéndola con sus heces.
Nada diferente a lo que siempre han hecho. Y aunque el montaje fraudulento
debiera resultar saturante por multimediático, y de credibilidad nula, lo
cierto es que ocupan un espacio vital del poder político y desde allí manipulan
la realidad a su arbitrio.
Preocupan en cambio las actitudes
y respuestas de los hombres de armas. Acorralados, acomplejados y sometidos por
aquellos a quienes no supieron vencer, oscilan entre la pusilanimidad y el
desatino, entre envíos de clemencias que el enemigo no quiere recibir, puesto
que sigue en operaciones, llamados a una reconciliación vacua de la que se ríen
los protervos, y profesiones de credos democratistas, a cual más indignante.
Que a un confeso agente terrorista se lo considere hoy fuente lícita de incriminaciones
e interlocutor válido de las cuestiones castrenses, es triste ejemplo de la
declinación que retratamos. Que a un juez oportunista y condescendiente con el
reclamo de las células subversivas, se le dispense un trato amical y lisonjero,
también lo es. Que al ministro de Defensa se le acepte ahora la división
dialéctica entre el viejo Ejército culpable y el nuevo políticamente correcto,
corrobora y ratifica la inconsistencia alcanzada. Porque aquel subversivo
cínico y fatuo no merece el tratamiento de fiscal de la República, sino la
cárcel estrecha y dura. Y el magistrado acomodaticio no merece convites
especiales a celebraciones sanmartinianas, sino lecciones de probidad. Y el
alguacil mentado no merece aplausos aprobatorios, sino que se le exhiba el
orgullo actual de la milicia por sus gloriosos combatientes del pasado, caídos
en la guerra justa contra los rojos, y sin voces que los recuerden. Puesto que
guerreros hubo que bien lucharon, sin manchar sus uniformes ni sus almas.
El vaciamiento de las Fuerzas
Armadas es un hecho. Basta ver las guarniciones desmembradas, los presupuestos
escuálidos, los sistemas defensivos deteriorados, las fronteras raleadas, los
proyectos misilísticos abandonados, el envejecimiento del material bélico, la
inanidad frente a las agresiones internas y externas. Basta ver las misiones de
paz al servicio del Nuevo Orden, la pleitesía para con los saqueadores de
nuestras propiedades australes, los programas de estudio en los institutos de
formación superior, inficionados de liberalismo y de modernismo, la supresión
de la obligación juvenil de servir bajo bandera. Basta ver —y esto es lo más trascendente— la
ausencia de una mística épica y cristiana en la formación de la tropa, la supresión
de toda doctrina contrarrevolucionaria en la instrucción de los oficiales, el
despojo intencional y deliberado de cualquier sesgo tradicional y nacionalista,
de todo código de honor, de reconquista y victoria. Porque el plan vaciador y
destructor que se viene ejecutando, no apunta primero a la inmovilización
física, sino a la desmovilización espiritual. No al desarme corpóreo, sino
antes el de las mentes y los corazones. No al proverbial paredón popular, sino
al suicidio inducido, como en los Demonios de Dostoievsky.
Sería tuerto que en esta visión
de tamaños males que estamos reseñando recayeran las culpas, en exclusiva, en
los tres últimos presidentes civiles, marionetas visibles y despreciables de la
plutocracia y del gramscismo. Hay que ir más atrás: al menos hasta el
“profesionalismo aséptico” de la Revolución Argentina, y la falacia procesista
de “la democracia moderna, eficiente y estable”, como non plus ultra de las
Fuerzas Armadas. Hay que ir hasta los que prefirieron la fidelidad a Yalta a
los muertos del Belgrano. Hasta los que consintieron en tomar prisioneros a sus
propios camaradas que reclamaron la dignidad perdida en cien vejaciones. Hay
que ir hasta el rostro desencajado de traiciones de Balza, y las declaraciones
de Brinzoni del 26 de noviembre de 2000, regocijándose de que pareciera “más un
economista que un general”, y de que en el futuro, pueda ser general “un
profesor de bellas artes o un licenciado en psicología, sin haber pasado por el
Colegio Militar”. Hay que ir hasta este hoy luctuoso, en el cual, el aberrante
modelo económico —que ha hecho todo lo necesario para justificar una escalada
guerrillera— nada hace para reconstituir el brazo armado que debería
reprimirla, sin que tal situación parezca incomodar a los jefes castrenses.
Era común que la guerrilla de los
setenta, al intentar el copamiento de una unidad militar, cometiera la
hipocresía de gritarles a los conscriptos que se rindieran, que se quedaran
quietos, pues con ellos “no era la cosa”. Este criterio indigno para
desinvolucrar y desarraigar al tropero de su Arma y enfrentarlo a sus
superiores, recibió una vez la memorable respuesta de un criollo de ley, apenas
veinte años, en Formosa y el uniforme raso. Para más señas, Hermindo Luna
llamado: “¡Aquí no se rinde nadie!, le contestó al marxista, y a poco la muerte
recibida como un sacramento inesperado.
Te dicen lo mismo ahora, soldado.
Te dicen que contigo no es el problema, pues has lavado las culpas en las
nuevas Fuerzas, democráticas, mixtas, internacionalistas, y pacíficas. Te dicen
que nada de epopeyas, ni de extremos que pudieran apasionarte, ni de arquetipos
que te instalaran al testimonio de la Fe y de la Patria. Y te lo dicen, no sólo
quienes desde sus actuales cargos bien rentados, asesinaron antaño a sus
camaradas, sino quienes debieras ver en la vanguardia de la defensa altiva del
honor conculcado. Y te lo dicen además, mientras el escarnio no cesa, ni la
calumnia arredra, ni la mentira acaba, ni el vaciamiento termina, y el
vasallaje ofende y las izquierdas desbordan. Y bien: contigo es la cosa. Porque
es con la Patria, y le pertenecemos. Y si ya no la sientes propia, será la
señal de tu anonadamiento y flaqueza.
Ha de llegar el día de batirse
por lo Permanente. Los campos ya están trazados, los contingentes divididos,
las expectativas tensas. No equivoques la bandera y la divisa. No olvides la
respuesta: “aquí no se rinde nadie”. Ni todavía la Cruz, el rosario y el
escapulario, como querían San Martín y Belgrano. No olvides la plegaria y la
memoria alerta. Y no olvides, soldado, de llevar encima, en esa cicatriz del
hombro fusilero, una copla de amor, por si nunca regresas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario